28 de des. 2009

Mallas, mammas y mecanos



Los musicales mainstream en Barcelona, hoy

A mi abuelo, que en paz descanse, le encantaba la zarzuela; junto al tango, era su género predilecto. Uno de los recuerdos más entrañables que conservo de él es cómo imitaba la manera en que, en la zarzuela, se pasaba del fragmento hablado al cantado. Sí hombre, cuando hacen esto:

Jimena: Cuanto tiempo sin verle, Don Pirulo.
Don Pirulo: Pues sí, señorita Jimena, he de decirle que (mirando de repente hacia el público y abriendo ambos brazos) ¡A SU CASA ME HE ACERCAAAOOOO CON UN RAMOOO DE AZUCENAAAAS!

Cada vez que me cantaba fragmentos parecidos a éste que acabo de inventarme (y lo hacía a menudo, porque mi abuelo y, por consiguiente, toda la familia, venimos de estirpe cómico-esperpéntica), el hombre lloraba de la risa. Y no precisamente porque le pareciera un género patético, sino porque mi abuelo sabía que no era una dicotomía encontrar risible algo que a la vez daba un gran placer. Una de las cosas que nos distinguen a los humanos de los cuadrúpedos y algunos escritores argentinos es el sentido del humor: el saber reírnos del mundo, de nosotros mismos y de las cosas que nos gustan. Sería más fácil respetar a la gente con gusto atroz si, al menos, fuesen capaces de tomar ejemplo y admitir la ridiculez inherente en algunos de sus géneros favoritos.

Todo esto (ya va, ya va) viene a cuento de los musicales: Hay algo cómico en muchos de ellos, no me digan. Y naturalmente no me refiero a los que fueron concebidos como obras esencialmente cómicas, como es el caso de las creaciones victorianas de Gilbert y Sullivan (tan llenas de delicioso wit y ripios tronchantes) sino a los que vienen de serie con intenciones serias. Desde muy niño que me parto de risa con los musicales, y desde luego sin el talante de mi difunto abuelo: yo me río por no llorar, una sensación que conjugo con el mirar a mi alrededor y preguntarme: “¿Soy el único a quién le hace gracia todo esto?”. Tras hablar con Naranja, mi mujer, sobre esta particular dolencia, estoy tentado de atribuirla a (y sumarla como una más en la larga lista de) serias diferencias entre sexos. A mi señora, a pesar de su gusto exquisito y sus modales refinados, le encantan Grease, Siete Novias Para Siete Hermanos, Flashdance y también Dirty Dancing; especialmente Dirty Dancing. Ustedes se preguntarán: ¿Pero los encuentra cómicos, o no? No sé que decirles: vaga y veladamente, sí. Pero eso no quita que se emocione con el trozo de la sandía en Dirty Dancing. Y que, como sucede cuando uno trata de meterse con el suegro, sea éste un terreno Vetado a Bromas Ajenas: de los musicales, sean fílmicos o teatrales, se pueden reír sus adláteres, no los gentiles como usted y yo. Nosotros hemos de permanecer callados y conteniendo el estallido de risa en las mejillas cada vez que vemos como una crew de rudos leñadores suelta de repente las hachas y empieza a dar saltitos amanerados por encima de las mesas.

Quizás lo que provoca que los musicales sean a menudo una cosa tan horripilante es el tema (o artista) escogido para homenajear. En las grandes urbes como Barcelona siempre hay una variada selección de musicales en los teatros, y algunos de los más míticos resultan espantosos porque nacen de una chocante -y espectacularmente desaconsejable- selección temática. Es decir: No puede esperarse que salga una obra maestra de un musical que homenajea a ABBA como es ¡Mamma Mia!. Soy perfectamente consciente de que grandes prohombres de la composición musical (como Stephen Merrit, de The Magnetic Fields, o Manolo Martínez, de Astrud) tienen en gran estima al cuarteto escandinavo fabricante de hits, y uno se siente tentado a darles la razón al pensar en canciones como “Dancing queen” o “Waterloo”. Pero vuelvan en sí. Para salir de este trance hipnótico sólo tienen que pensar dos palabras: Una es “Chiquitita”, y la otra es “Fernando”; indudablemente, dos de las canciones más antipáticas de la historia de la humanidad. Por desgracia, mi argumento cojea porque la segunda no aparece en ¡Mamma Mia!, pero ya entienden lo que quiero decir. Uno no puede esperar que cualquier cosa que lleve “Chiquitita” y protagonice Nina “Marca Mía” pueda ser emocionante o capital para nuestra raza. Recuerden, además, que la letra española de la canción contiene la frase: “Otra vez vas a bailar y serás feliz / Como flores que florecen”. No es casualidad que ésta fuera la sintonía del programa de divulgación retrógrada Un mundo para ellos, auténtico downer televisivo para todos los niños de los primerísimos 80’s. Si “Chiquitita” deprime más que una versión funeraria del “Love will tear us apart”, imagínensela canturreada a voces por una ensemble de danzarines en el Paralelo. El horror, el horror.

Corroborando lo dicho al principio de este párrafo -a saber, que jamás realizan musicales sobre artefactos, grupos o artistas majestuosos- está, cómo no, Hoy no me puedo levantar, el musical sobre Mecano. Es por cosas como éstas que los musical-escépticos somos los amargados que somos: Porque... ¿Por qué no una historia musicada del POUM, o de la vida de Little Richard, o de subculturas violentas? O, en el caso cercano que nos ocupa: ¿Por qué no dedicar un musical a alguno de los cientos de grupos fetén que surgieron en España a principios de los 80? Incluso entre los superventas, el mercado estaba lleno de bandas decentes y con canciones preciosas: Imagínense “Mi patria en mis zapatos: Un musical sobre las canciones de El Último de la Fila”. O sea, esto sí iría a verlo. Me importa un comino si la cantan siete tíos vestidos de curas en tutú: algo como “Insurrección” no puede desgraciarse así como así. Pero no, han tenido que estrenar uno sobre Mecano. Sólo la ristra de insultos y juramentos (con esvásticas y serpientes) que sueltan los personajes de los tebeos de Ibáñez cuando se pillan un juanete podría darles una idea de lo que pienso de Mecano. Mi intención original a la hora de escribir este libelo era ir a ver Hoy no me puedo levantar y luego redactarles un artículo gonzo, como he hecho en tantas ocasiones -onerosas para mí-, pero complicaciones de última hora lo impidieron. Tanto mejor, porque de no haber sido así estaría escribiendo esto desde el calabozo. Puedo imaginar el ataque homicida-hulk que me hubiese sobrevenido al escuchar “Barco a Venus”, y créanme si les digo que no hubiese sido de aquellos que se pueden reducir sin porras.

Otros dos estrenos de esta temporada Barcelonesa son Fama y La Bella y la Bestia. La primera dura dos horas y media, no les digo más: dos horas y media observando cómo personas con calentadores dan tumbos y cantan de esa manera que ha popularizado OT, abutifarrando seis tonos en cada nota (el resultado suena como si estuviesen tratando de estrangular a la Castafiore mientras ella salta repetidamente sobre un jilguero). En cuanto a La Bella y la Bestia, no puedo añadir nada que no venga macerado en un extremo prejuicio contra el tío Walt y cualquiera de sus creaciones. Supongo que no ignoran que la ley de copyrights americana que se pasó en 1998 fue consecuencia directa del lobbying Disney (y de la viuda de Sonny Bono, que enajenadamente propuso que el copyright fuese eterno). Gracias a ello se extendió el término a 120 años, si la autoría de la obra era corporativa, y 70 si no lo era. Tras leer todo esto, ¿Cómo pretenden que vaya y me siente a ver una obra Disney? Me sentiría como viendo Gestapo; The Musical.

Y luego está Andrew Lloyd Webber. Actualmente no hay ninguna obra suya en cartelera, pero no se preocupen que, sea cual sea la troupe que la interpreta, volverá. Siempre lo hacen. Copiando una frase que Jordi Costa dijo sobre Amenábar, podría afirmarse que Webber es el gotelé de los musicales: lo más feo, indefendible y carente de atributos. Ha hecho musicales sobre gatos, sobre la odiosa Eva Perón y sobre Cristo. Webber es un tío que no respeta nada. Les contaría de qué va su célebre hit Starlight Express, pero no tengo la menor idea. Juzgando por los carteles que vi cada maldito día en el metro durante los cinco años en que viví en Londres, va de mentecatos fosforescentes en rollerskates. Un momento; acabo de leerlo en Wikipedia: va de trenecitos. Trenecitos que cobran vida en la mente de un niño, transformándose en pazguatos luminescentes sobre ruedas. Y la gente se pregunta luego por qué este mundo está condenado al armaggedon.

Tras leer mi artículo, ustedes se preguntarán: Pero, ¿Hubo alguna vez musicales buenos? Por supuesto: los clásicos. Aquellos en los que tocaba Harry Roy and His Orchestra, y Fred Astaire interpretaba el “Cheek to cheek” de Irving Berlin. En chaqué. Aquellos en que Bing Crosby se marcaba junto a Connee Boswell el simpático y bailongo “Bob White (whatcha gonna swing tonight?). Pero hace ochenta años de todo esto, y los momentos intermedios en que hemos contenido la respiración pensando que al fin se acercaba uno bueno, la cosa terminó como el Rosario de la Aurora. Recuerdo cuando en 1989 Julien Temple decidió adaptar Principiantes de Colin McInnes (mi libro favorito), y tuvo la brillante idea de hacerlo en formato musical. El fiasco que representó tal iniciativa no se lo quiero ni contar, pero al menos salían Ray Davies y Sade otorgando pírrica redención. Un tipo de redención del que, me temo, no gozan la mayoría de musicales españoles mainstream. Una cosa tan condenada al fracaso (artístico), que es imposible no despedirse de todos ellos con los risibles versos de los hermanos Cano: “Déjalo ya, sabes que nunca has ido a Venus en un barco / Quieres flotar, pero lo único que haces es hundirte”.

Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en la revista Barcelonès #3)

Y Mammon infectó al concierto pop


Mercadeo, propaganda y alienación en el Festival Musical del siglo XXI


Yes yes yes it’s the summer festival

The truly detestable summer festival
The Campaign for Real Rock, EDWYN COLLINS

The hippie festivals (...) deliberately avoided contact with other cultures (...), were conducted in remote locations in a complacent atmosphere of mutual self-congratulation, and centred round the passive consumption of music produced by an elite of untouchable superstars.
The Style of the Mods, DICK HEBDIGGE


Ya está aquí, entre nosotros, en apariencia inamovible, y no vino del espacio exterior ni fue creado en un laboratorio de experimentación con chimpancés (aunque sí desciende por línea genealógica directa de Woodstock, aquella abominación jipi-neoliberal). Es el Festival Musical, el paisaje arquetípico de la canción del siglo XXI, el marco en que los humanos presenciamos la fabricación en directo de música popular. Los terrícolas nos hemos autoinflingido este castigo, como hicimos en los años 50 con la bomba de hidrógeno o la Talidomida, y de su mano hemos efectuado un innegable retorno a algo peor. Más mezquino, menos comunitario, mucho más alienante y meramente contemplativo, altamente corrompido por los intereses privados y -en cuanto a escenario donde gente que está viva interactúa- banalizado y estupidizado al 100% por el comercio. El Festival Musical es, lo mires por donde lo mires, una mala idea. Algo de lo que nos vamos a arrepentir, que vamos a lamentar no haber sometido a más pruebas antes de dejarlo campar a sus anchas -y sin bozal- por entre la población. Algo como el DDT, sólo que sin ser ocasionalmente gratuito.

El Festival Musical es la corporativización definitiva de la antigua Fiesta Mayor. Es la sublimación máxima de la idea de la música como máquina productora de dinero, en su manifestación física más faraónica y riefenstahliana. Es el triunfo de la voluntad, sólo que es exclusivamente la voluntad de unos cuantos empresarios. Y, como tal, da miedo.
Les aseguro que no soy un fanático, ni un asceta primitivista a lo Zerzan. Pero, miren ustedes qué excentricidad soviet la mía, para empezar creo que los ayuntamientos están obligados a invertir en oferta cultural de la que no reporta beneficios monetarios (ni electorales). En lugar de ello, los organismos públicos han pasado la patata de los festejos a unos cuantos nombres privados cuyo fin principal es -obviamente- sacar dividendos. Este viraje político por parte de la administración continúa con la tendencia a la privatización de la vida que lleva la economía mundial. La consigna es: Nada Gratis; y, desde luego, la música no es una excepción. Lo de bailar sin pagar es una demencia milenarista de Hermano del Espíritu Libre, algo totalmente passé y como que atufa a pre-revolución industrial, a glosa poética de decadente pasado de opio. ¿Danzar sin aforar? ¿Como, para divertirse? ‘Amos, anda.
Eso sí, para que usted amortice el criminal precio del ticket, la organización del festival apretujará para su deleite y disfrute a la mayor cantidad de grupos posibles en una velada. Es la concepción del Buffet Libre, pero aplicada a la música bonita: el mogollón, el supersize me, la gratificación instantánea y sin mesura, el All You Can Eat, el atracón, el enfarfegament. Nadie parece darse cuenta de que la ecuación “Si ver a 1 grupo mola, ver a 750 de golpe molará 750 veces más” no computa. En un Festival uno ve mucho pero no ve nada, y sale de allí con una indefectible sensación de bulimia sonora. Cómo no va a ser así. La naturaleza no planeó la música para ser vista de este modo, como podrían haber dicho en La extraña pareja. Tras pasar por seis cacheos, dos análisis de sangre y un examen de la cavidad rectal, y después de haber empeñado a la única hija en la puerta, uno se encuentra en el equivalente musical de un camión de transporte porcino, sólo que muy grande. Anchovado y mareado frente a un macroescenario estilo Nurenberg con nombre de marca de algo y logo sobredimensionado, observando a unos mendas anoréxicos que vocean en la lejanía mientras degusta una cerveza insípida que deben fabricar a partir de un metal precioso -pues tras pagarla no nos queda un guilder-, el fan no puede más que hacerse la célebre pregunta de Johnny Rotten en el último concierto de los Sex Pistols: ¿Alguna vez te has sentido estafado?
Si la respuesta es no, el festival solucionará eso rápidamente.

En caso de que ni la brutal invasión empresarial de la música en directo ni el descrito marco post-nuclear en el que se desarrollará el concierto les asusten, el aterrorizador consenso a su alrededor lo hará. La resistencia o, cuanto menos, el escepticismo a la hora de aceptar el Festival Pop como modelo de celebración musical parece casi nulo. Uno está tentado de explicarlo con teorías de alucinación colectiva o de invasión de ultracuerpos alien. De una manera parecida a cómo se trata el análisis de la socialdemocracia representativa hoy en día en Europa, el debate sobre el tema ha pasado de ser “¿Son los festivales una forma deseable de disfrutar la música popular?” a “¿Cuál es el modelo más deseable de festival?”. La premisa sobre la que se sustenta este segundo debate ficticio es que ya está demostrado que la mejor manera de ver música pop es el festival musical. Ahora, como dicen los “demócratas”, sólo hace falta mejorar el sistema desde dentro. La cantidad de gente que de la duda/sospecha razonable sobre el asunto ha pasado al catenaccio acrítico pro-festival es apabullante y crece epidémicamente. No hay mejor manera de parecer loco o retrasado mental en veladas y bares que el afirmar ser festival-escéptico. La gente te mira como si hubieses dicho algo de ludita muy desfasado y fuera de onda, como si estuvieses rechazando algo que es obviamente beneficioso para la humanidad, como el tren eléctrico o la penicilina. Pero, como veremos a lo largo de este artículo, el festival dista mucho de ser un modelo perfecto y beneficioso para la humanidad; es, no hay otra forma de verlo, una gigantesca inversión de capital privado, con todo lo que ello conlleva. Una apuesta en la que algunos tipos han invertido una cantidad de dinero colosal, y respecto a la cual no están dispuestos a tolerar disensión ni contratiempos prácticos basados en absurdas ideas libertarias; sobre la deseable gratuidad de algunas cosas, por ejemplo, o la deseable meta social (no económica) del tema.

Una de las pruebas de que en esto hay mucho dinero en juego es la reacción filoempresarial a la crítica o el debate que muestran los acólitos del nuevo sistema. Cuando ocasionalmente se produce algún tipo de insinuación sobre el carácter moralmente dudoso del formato (incluso cuando se realiza en medios minoritarios o de fans, como blogs y foros), la respuesta de los Partidarios del Festival -sospechamos que en algunos casos son los mismos organizadores, convenientemente encapuchados con un alias- es furiosa, descalificadora y escandalizada, como si uno se hubiese atrevido a dudar de una iniciativa no lucrativa, filantrópica y virginal, en lugar del negocio multimillonario que realmente es. Por esto último a uno le sobreviene esa angustia física tan familiar (la de ver como te están mintiendo, en directo y ante tus atónitos ojos) cuando lee los argumentos new age de alucinado empresario ex-hippie que se vocean en la prensa y en Internet para ensalzar a los festivales como vórtices de buen rollo, filantropía y amor.

Porque, después de todo, un festival no es -como sentenciaba la malintencionada reseña de una famosa revista musical- “sólo música, idiota”. Nunca es sólo música, ni para lo bueno ni para lo malo; son muchas otras cosas. Para el que esto escribe, por ejemplo, la música es una de las razones prioritarias para no saltarse la tapa de los sesos mañana mismo. Una razón incontestable de que estar vivo en el planeta tiene algún sentido: esas canciones. Por eso cuando las veo usadas de mala manera, plantificadas y espachurradas de manera circense y megalomaníaca a precios descabellados, por puro afán de lucro empresarial y en un entorno de mazmorra medieval, me pongo de bastante mal humor. Porque no debería ser así, y la experiencia de ver a un gran grupo pop en directo debería ser algo inolvidable, hermoso, único y casi místico, raro, excepcional. En lugar de ello, tenemos esto: ese batiburrillo obsceno, indigesto y rococó, los fastos imperiales de cuatro corporaciones que han descubierto una nueva manera de canjear nuestras pasiones por monises.

¿Y los grupos? ¿Qué tienen que decir a todo esto las bandas pop de nuestro país? Pues, si juzgamos por la macroencuesta que la revista Rockdelux hizo el año 2008 a una larga lista de bandas ibéricas de múltiples estilos, bien poco. De los entrevistados, un casi invisible 1% (el grupo valenciano Estrategia Lo Capto) criticaba abiertamente al Festival Musical. De los restantes, otra discreta minoría se permitía dudar de que el festival fuese el modelo ideal para ver música en directo, aunque afirmaban ser asiduos de casi todos. El bloque restante se manifestaba unánimemente Por El Festival; todos a una, aunque -al contrario que en Fuenteovejuna- aquí se posicionaban firmemente con el Comendador.
En cuanto a los grupos extranjeros, mejor no hablar; como afirmaba el periodista musical Nando Cruz en un esclarecedor artículo para El Periódico, están empezando a pedir cachés desorbitantes para tocar aquí y, lo que es peor, esos cachés se pagan sin rechistar. El peligro añadido de esto (además de la patente obscenidad que es pagarle a un grupo indie 150.000 euros, como sucedió recientemente con The Arcade Fire) es algo que incluso los directores de festivales admiten sin reparos -sin asumir culpa alguna, como si fuese algo viral y no algo provocado por ellos-: los grupos de fuera dejarán de hacer conciertos. ¿Para qué querrían recorrer un país tocando en clubs de mala muerte y cobrando lo suficiente para vivir y beber, si en un sólo show se sacan el sueldo de un año? Al ver la ética y actitud casi nula de una gran parte de las bandas de pop actuales uno no puede más que preguntarse dónde están todos aquellos grupos de los 80 como The Specials, ferozmente opuestos al lujo, la limusina y el timo-al-fan.

Y luego, por si fuera poco, están los contratos de exclusividad, ese equivalente festivalero del derecho de pernada y el cultivo de los mansos de la época feudal. Para los pocos grupos que -por razones de actitud, ética o purito sentido común y buen rollo vital- desearían conjugar su aparición en el festival con otros conciertos por salas pequeñas de la zona, la organización tiene una sorpresa reservada: El grupo tiene que comprometerse a no tocar en tres meses en el área urbana del festival; es decir, en un radio de unos 100 Km. Si esto, dicho así, suena maligno, es porque lo es. No es que lo hayamos sacado de contexto; es así de feo y vil. Es “lo mío pa’mí y que se jodan los demás” elevado al cubo.

Uno, sin embargo, no debe jamás cometer el error de dirigir la culpa al lugar equivocado. Hemos descendido del monte y hemos visto a nuestro pueblo corrompido por el becerro de oro de los adoradores de Mammon. La primera reacción lógica sería dejar que se desate nuestro furor pugilístico contra ellos -todos ellos- y seguidamente pedirle a Jehová que el fuego los consuma. Pero tras un análisis más sosegado es inevitable llegar a otro tipo de conclusión.
Es dificil, a pesar de lo dicho en el parágrafo previo, señalar acusadoramente a los grupos pop, o al menos a aquellos compuestos de chicos jóvenes que aún no han dejado sus empleos a media jornada. Pónganse en su lugar. Por mucho que algunos se mantengan firmes en su opinión de los festivales como vertedero de la historia, sus sólidos prejuicios se desvanecerán en el aire al contemplar el triángulo mortal Súpercaché-Piscina-Backstage. Nadie es de piedra, y los músicos pop menos.
Tampoco sería justo vilipendiar al público. “Public gets what the public wants”, que decían The Jam, y cada uno tiene sus razones para hacer lo que hace. Criminalizar al usuario festivalero como colectivo maligno es una necedad elitista, una búsqueda de Enemigo Interno que no se sostiene por ninguna parte. Esos niños (o señores, en el caso del Primavera Sound) que circunvalan sin gobierno de escenario en escenario, los bolsillos en ruinas y las mandíbulas pulverizadas, deprimidos y errabundos, no pueden ser todos malos. Algunos han sido engañados. Otros han aceptado el nuevo panorama con resignación. Otros lo prefieren así, por alguna razón que se nos escapa. Pero desde luego ninguno de ellos tiene las manos manchadas por la ejecución sumarísima del concierto pop como lo conocíamos.
Los culpables, ya lo saben, son los organizadores. Ellos sí son los verdugos voluntarios del pop (y últimos beneficiarios de la deriva desde sala reducida a festival que ha efectuado el consumo de música). Si alguien debe dar explicaciones por los desmanes liberales de la escena pop corporativa, por la esponsorización omnipresente, la búsqueda constante de beneficios monetarios en todo y la reducción final de la música a asqueroso negocio, son las empresas organizadoras. Gente con nombres y apellidos y domicilios fiscales.

Así, a modo de conclusión: ¿Ha vencido la Nueva Idea, el Nuevo Orden de Conciertos Pop Movistar? ¿Hay que rendirse a la evidencia estadística de su triunfo arrasador? ¿A la ubicuidad del elogio servil en los media? En cuanto a comentarios en prensa y TV, sólo a unos pocos majaras se les ocurre sugerir el delirio de que quizás, sólo quizás, haya otras formas de presenciar la fabricación de música pop. Formas más baratas, menos centralizadas, menos masificadas, más cercanas y más humanas. Los ejemplos de estas formas alternativas, me duele reconocer, son bien pocos. El festival Faraday de Vilanova i la Geltrú, por ejemplo, es uno, así como lo era el desaparecido Serie B de Pradejón. Festivales que, por su aforo reducido, escaso o nulo protagonismo del spónsor (el Big Brother de los macrofestivales más importantes), cercanía física de los organizadores y grupos, y reducido precio de entrada, convierten el ir a un festival en una experiencia distinta.
Pero si -como sospechamos- estos ejemplos no son más que excepciones de la norma, raras manifestaciones beneficiosas prácticas de una idea que es perniciosa en su acepción universal, lo único que nos queda es reclamar su desaparición. Hacer como si nunca hubiesen existido y volver a formas previas, mejores, nuestras; a conciertos reducidos en Ateneos, espais joves, pequeñas salas independientes, regresar a la autogestión y el amor al pop por sí mismo, sin interferencias de anuncios de automóviles ni cosificación de los fans. Si para conseguir esto hay que aniquilar al festival musical, derribarlo ladrillo a ladrillo y logo corporativo a logo corporativo, así sea.
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en la revista Bostezo #3)

22 de des. 2009

18 de des. 2009

La subcultura filmada: Estilo tribal y clanes juveniles en el cine británico moderno

“No hablan de mí ni de mis amigos”, cantaba en 1986 el grupo pop Los Canguros, haciendo referencia a la manera en que la experiencia adolescente suele ser reflejada en los medios oficiales. O sea, mal. Esta situación, la chapuza y cliché que suelen acompañar a los informes sobre “tribus” que aparecen en los medios, es lo que ha forjado a su vez el lugar común “Si se equivocan así con lo que sé, qué no inventarán de lo que ignoro”. Un lugar común que, todo sea dicho, se acerca bastante a la realidad. Ahí, al escuchar hablar de subcultura, es cuando los que pasamos la juventud a su vera vemos que la versión cultural oficial siempre se equivoca. Lo único seguro es que, al final, el tratamiento recibido en los filmes mayoritarios va a apestar colosalmente.

Y es que esto, la mirada mainstream fílmica a los clanes juveniles, es una cosa que casi nunca sale bien; el espectador siempre termina apretando muy fuerte los dientes y cerrando los ojos, esperando angustiado a que esas imágenes de “punkis” con las que el director había sazonado una escena pasen lo más rápido posible. ¿Cuántos de nosotros no estuvimos a punto de echarnos a llorar a gritos cuando en Summer of Sam (de Spike Lee) aparecía Adrien Brody luciendo lo que el director suponía que era un atuendo punk? Los fotogramas en que aquel espantajo de pasarela parisina, ataviado como la versión Jean Paul Gaultier de un roadie de GBH, destrozaba la guitarra a ritmo de “Won’t get fooled again” de los Who son algo que jamás lograremos desincrustarnos de la psique.

Por fortuna, si uno sabe donde buscar al final logrará encontrar un puñado de filmes de ficción que reflejan de manera honesta la experiencia de subcultura teen. Una gran mayoría de estas películas son inglesas, en parte porque lo de las “tribus” en el reino Unido es una cosa casi viral, pero también porque -qué narices- los ingleses son los mejores. Antes de continuar, sin embargo, querría situar el significado de “subcultura” como fenómeno juvenil de posguerra. Aunque existen múltiples ejemplos de pandillerismo pre-rock’n’roll, aquí lo que nos interesa son los cultos marginales ingleses post-50’s: teds, rockers, beatniks, mods, skinheads, freaks, rastafaris, soulboys, casuals, punks... Estas subculturas son grupúsculos más o menos cohesivos de jóvenes de clase obrera que manifiestan su rechazo hacia -o separación de- la cultura dominante mediante su estilo y rituales secretos (algunos de ellos robados de la cultura madre y recodificados, como los pulcros trajes mods). Su insubordinación puede ser más o menos obvia, el resultado de su revuelta puede ser trascendente de cara a la sociedad del momento o tratarse de una rebelión “imaginada”, su culto masíficado o en estado de perpetua subterraneidad. En la mayoría de los casos su estilo es una metáfora, una narrativa, que trata de explicar su situación; las herramientas con la que ésta se explica son el estilo, los discos, los clubs y emisoras, su consumismo y hedonismo. Las subculturas son, en cualquier caso, unidades de rebelión juvenil autosuficiente. Por tanto, sólo alguien con el marco mental adecuado para comprender sus rituales logrará plasmarlas adecuadamente.

De todo esto, los que mejor parados salen en filmes son los mods; básicamente porque Quadrophenia (Frank Roddam, 1979) es uno de las mejores obras sobre subcultura de la historia. Hay unas cuantas pifias, pero da igual; en cuanto a espíritu, repulsión por el mundo adulto, rabia codificada y música apabullante, no tiene igual. Como película rebelde que emociona y convierte, Quadrophenia es infalible; algo que corroboraron los cientos de afiliados automáticos al mod revival que emergieron de las salas donde se proyectó.

Otros cultos han sufrido lo indecible en cuanto a tratamiento fílmico, pero la talla de las redenciones compensa. Los skinheads tienen Bronco Bullfrog (Barney Pratt Mills, 1970), cómo no: una película sobre desencanto y caída improvisada por miembros de un club de teatro de barrio, skinheads en la vida real. Crimen a pequeña escala, amor, conflicto de clase, trifulcas y botas: si la experiencia skinhead de los últimos 60’s se pareció a algo, es a esta especie de artefacto medio nouvelle vague obrero, medio lumpen Cassavettes. No esperen, sin embargo, encontrar aquí explicaciones sobre el culto o racionalizaciones de la revuelta; esto son skinheads como chicos callejeros que no se hacen demasiadas preguntas (ni tienen demasiadas respuestas).
Para una óptica de lo skinhead más inclusiva está, claro, la laureada This is England de Shane Meadows. Mucha gente manifestó decepción al verla, pues se vendió como una especie de Quadrophenia para skins (incluso el cartel era un tributo a aquella) cuando en realidad era un filme de realismo working class a lo Mike Leigh, sólo que con chavales rapados. No hay demasiada exultación en This is England, y desde luego el par de clichés sobre skinheads nazis casi consiguen defenestrar todo el metraje (esa imagen del niño lanzando la bandera al mar era puro video de Alanis Morrissette). Si lo que buscan, sin embargo, es una obra que aúne durísima crítica social y skinheads incorregibles, vayan a por Made in Britain de Alan Clarke. El protagonista (Tim Roth) es un maléfico pelao anti-establishment que no pueden explicar ni sociólogos ni agentes sociales. Un ente auténticamente antitodo y amoral, por decreto y herencia.
Alan Clarke fue también el artífice de la primera mirada auténtica al fenómeno del hooliganismo inglés, The Firm (1989). El reciente remake de la película, resituada en ambiente casual (los hooligans más elegantes, en quien algunos ven una derivación no-musical de los mods), se une a Awaydays y The Football Factory en la tríada de filmes dignos sobre Adidas y puñetazos.

En cuanto a la comunidad afrobritánica, ésta siempre tuvo la suerte de que ninguna corporación mainstream blanca mostrara el menor interés en sus dinámicas; es decir, puesto que ni Sam Mendes ni James Cameron parecían estar interesados en filmar historias de Sound Systems, DJs, rude boys ni radios piratas, todos los trabajos que han narrado sus interioridades se han hecho desde dentro. De ahí surgen las fantásticas Babylon (Franco Rosso, 1980), que relata las experiencias de un sound system del oeste de Londres, o la grandiosa Pressure (Horace Ové, 1975): una mirada a la radicalización de un sector de la comunidad negra inglesa co-escrita por Samuel Selvon (el autor de la genial The lonely londoners) y basada en el lider del Black Power británico en los 60’s y 70’s, Michael X.

El submundo negro/gay de radios piratas de funk y clubes oscuros también había sufrido unos parecidos síntomas de apestación fílmica, hasta que Isaac Julien realizó la adecuadamente titulada Young Soul Rebels (1991). Ambientada en el jubileo de la reina en 1977, YSR narra una historia secreta de aquel año que no corresponde con la versión oficial de los periodistas blancos del NME: pues en 1977 el punk rock no reinaba en todas partes, y un amplio sector de la capital inglesa seguía vibrando a ritmo de Philly soul y lovers rock. Young Soul rebels cumple, a la sazón, una función compartida por todos los filmes mencionados: narrar historias no contadas, fragmentos del siglo XX que habían sido marginados de la versión académica. Al visionarlos, uno adquiere una nueva perspectiva respecto a los tiempos que vivimos: En la calle se vivieron así; es sólo que aquellas guerras pequeñas no salían nunca en los periódicos. Por fortuna, algunas veces alguien decidió filmarlo.

Kiko Amat

(Artículo originalmente publicado en la revista Cahiers du Cinema de noviembre. Fue un encargo para el especial This is England, centrado en el ciclo del mismo título del Festival de Cine de Xixón de este mismo año)

1969-2009: 40 años de northern soul


El northern soul es un culto juvenil basado en la devoción completa hacia la música negra bailable de los 60. Siendo, como es, hija del fenómeno mod, se trata de la música negra más rara de los sellos más pequeños y los artistas más desconocidos de la black America (pues los mods de los 60’s funcionaban así, con sus perpetuos duelos de “más raro que tú” y constantes tengui-tengui-faltis interculturales). Pongamos que nació en 1969 en el norte de Inglaterra, puesto que hacia ese año culminaría la deriva de los mods sureños (o sea, de Londres) hacia otros sonidos: soul psicodélico, funk, psicodelia, incluso hard rock. Es lícito poner 1969 como frontera del insalvable cisma que separaría a los futuros hippies londinenses de los fanáticos de la música negra del norte de Inglaterra, aunque no del todo exacto; al fin y al cabo, los aniversarios subculturales no funcionan como los históricos. El nacimiento de una subcultura se debe a graduales mutaciones de cultos anteriores, ligeros vaivenes hacia costas de rituales nuevos, imperceptibles modificaciones de atuendo y comportamiento tribal que acaban culminando en el bautizo -en la confirmación- de algo nuevo. En cualquier caso, el 2009 conmemoramos el advenimiento de aquel nuevo fenómeno musico-cultural inglés, aquella nueva subcultura y escena (teóricamente) nacida en 1969: el northern soul. Una subcultura basada en la arqueología del olvidado soul 60’s, el baile descuajaringante, el clubeo subterráneo y el consumo de anfetas como si fuesen kikos. Una cosa aún medio mod, que conservaba su obsesión y afán de superar-al-otro, pero sin las ropitas prietas ni el preciosismo.

Pero hagamos algo de geografía, que también tiene su papel en esta saga. ¿Han estado ustedes alguna vez en las midlands inglesas, la zona atrapada entre Gales, el norte y el sur de Inglaterra? Wolverhampton, Stafford, Northampton, Wigan, Nottingham… Santo cielo. Tiene todo el sentido del mundo que el northern soul naciese allá, en aquella tierra marchita e inhóspita y llena de gente deseante de partirle vasos de pinta en la cabeza a uno. Recuerden la célebre frase de El Tercer Hombre sobre la Italia de los Borgia, con todos sus envenenamientos y atrocidades pero también su Da Vinci, su Renacimiento, su Miguel Ángel, y lo que tiene que ofrecer Suiza tras 500 años de paz: el reloj de cuco. A menudo, las mejores cosas no aparecen en los sitios más bonitos. El northern soul, ese glorioso culto de evangelización del sonido soul de Detroit, apareció como tabla de salvación generacional en los pueblos más feos y violentos de Inglaterra. Su afianzamiento en esas plazas se debe al afán de sus fundadores por escapar de la trilogía hooliganismo-pub-matrimonio que había sumido en la desesperación a tantos conciudadanos. ¿Saben qué se puede hacer en Strattford-culo-of-the-world un sábado por la noche? ¿Conocen sus opciones de ocio? Pues imaginen las que había en 1969. Las midlands a inicios de los 70 eran un sitio más frío, facha y antipático que Mordor. Si uno quería divertirse allí podía escoger entre derrumbarse en un lago de vómito a la puerta del The Horn & Bollocks tras 17 pintas de ale templadita, o morir matando en el gol sur del campo de los Wolverhampton Wolves contra un ejército de skins armados de cutters y tochanas. Ante esa tesitura, no es casual que tantos jóvenes se inclinaran hacia ir a bailar Bowie a las discos gays (el único lugar donde no te mataban a patadas en la boca si llevabas un peinado extraño) y, posteriormente, engrosaran las filas del northern soul. Oh, poder hacer cabriolas en el suelo encerado del Wigan Casino (Wigan: he ahí otro lugar infernal), inconscientemente afeminados, enfundados en esos pantalones ancho-de-canadiense, coreando con adolescente despreocupación los coros chillones de las Shirelles o Maxine Brown.

El northern soul se convirtió, a todos los efectos, en la única maldita razón por quedarse allí, en aquella Alaska de gastronomía atroz y ambiente autodefenestrante. Hacia 1972, cada pueblo inmundo tenía su club celestial; el Wigan Casino llegó, célebremente, a ser escogido mejor club del mundo de música negra. Si buscamos un símil no se me ocurre nada mejor que comparar el northern con los hongos alucinógenos que emergen de las más espesas plastas de vaca. El horror y la pestilencia como abono de la exultación y la belleza imparable. En lugares como Blackpool, el northern representó exactamente eso; e incluso hoy –pues el northern se ha mantenido sano hasta nuestros días- los organizadores de sus noches parecen buscar las mazmorras más insalubres de la isla, de Cleethorpes a Prestatyn. Tiene sentido, me parece a mí.

Kiko Amat

(Este artículo fue un encargo veraniego para El País que nunca llegó a publicarse. Lo pegamos aquí para contrarrestar la sensación de esterilidad que su no-publicación nos provocaba)

1977: Regreso al desastre

Life on Mars / La chica de ayer Comparamos los dos remakes de la serie de la BBC que produjeron ABC (Estados Unidos) y Antena 3

Como aquellos personajes de HP Lovecraft que envejecían al presenciar un fenómeno espeluznante, me siento más anciano que ayer. La cara se me ha quedado petrificada en un chocante rictus de horror y mi cabello ha encanecido por completo. Ayer vi finalmente el último capítulo de La chica de ayer, la serie que Antena 3 ha estado emitiendo los domingos a lo largo de estos últimos dos meses, y por poco no lo cuento. Ustedes dirán: Pero, ¡insensato! Si te interesan menos las series españolas que la reflexología podal o el voleibol. ¿Se puede saber qué narices hacías mirando eso, inconsciente?
Créanme, inconsciente es lo que hubiese deseado estar durante la hora que duraba cada capítulo, porque les aseguro que hace tiempo que no veía algo así de malo. Una hora al día echada a la basura, una hora que hubiese podido emplear viendo If... o aprendiendo italiano. Pero, tonto de mí, no hice nada de esto. Vi La chica de ayer y lo menos que puedo hacer ahora es prevenirles, por si vuelven a emitirla.

Aceptable
La chica de ayer es un remake de un remake; o sea, el equivalente en TV de freir algo con aceite que ya ha sido utilizado antes para churros y musclos. Un refritazo poco recomendable y, muy posiblemente, indigesto. La versión española está basada plano-por-plano en el remake americano de Life on Mars, una serie policíaco-futurista de la BBC que -sin ser The Wire- no estaba tan mal. La Mars de la ABC de donde se ha sacado nuestro churro local cuenta la historia de Sam Tyler, un policía neoyorquino del 2008 quien, tras sufrir un atropello, despierta en 1973. Durante el primer capítulo, Tyler resuelve el caso que había dejado a medias en el 2008 (y salva a su novia) en un tirabuzón guionístico calcado al de Regreso al futuro: voy al pasado y cambio el presente, y por el camino os enchufo un trip de nostalgia retro de no te menees.
Al principio no se sabe qué ha causado el viaje al pasado de Tyler, aunque -por los flashes “verdad o sueño”- se intuye que es lo mismo que en aquel clásico inglés, A matter of life and death: es decir, que el protagonista está en coma en el presente pero el pasado -aunque forme parte de su imaginación- influye en su cuadro clínico. Intenten no pensar que esta idea ya la tuvieron Powell-Pressburger en 1946, de otro modo el visionado es imposible. Además, en Life on Mars el argumento carece de la lógica racional de aquella: ¿Cómo es posible que no se suspenda de empleo y sueldo a un pasma que va por el mundo con ojos de haber visto pasar por la ventana al fantasma de su padre, y que no deja de vocear histéricamente que viene del 2008? De acuerdo que en la policía se acepta a todo el mundo, pero esto es demasiado.

Life on mars es semi-redimible por más cosas. Está ambientada decentemente, si bien de esa manera hollywoodiana por la que tienen que aparecer jipis y afros a lo Huggy Bear cada cinco minutos, nos sea que se nos olvide que es 1973. La jerga también está más o menos bien conseguida (de nuevo, de manera churrigueresca: todo el mundo habla como Cheech & Chong) pero ustedes no se habrán dado cuenta porque han visto la versión doblada en la que todos los personajes hablan con acento de pijo madrileño.
¿Qué más tiene Life on Mars? Joder, el comisario es Harvey Keitel, un actor que resultaría creíble como hijo-de-puta-malo incluso vestido de marsupilami. Otro de los polis mostachudos con exageradísimo look de chulo 70’s (se pasan con esto, en serio) es Michael Imperioli, el Christopher de Los Sopranos; otro pedazo de actor que haría visionable cualquier detrito.
Dos cosas más: a) Aunque el subtexto socialdemócrata del guión es para troncharse de risa (en el 2008 ya se han superado el racismo y el machismo de 1973, qué lindísimo), da un poco igual porque b) Suena el “Baba O’Riley” de los Who, el “Out of Time” stoniano y Bowie. O sea, que estás demasiado ocupado tocando la guitarra aérea para elucubrar sobre los agujeros sociopolíticos del guión. Todas estas referencias pop, por supuesto, hacen que a ratos Life on Mars sea entrañable. Por ejemplo cuando el protagonista entra en una Tienda de discos y exclama: “¡Eh! Aquí me compré mi primer disco de Hall & Oat... Ejem. Quiero decir, de Led Zeppelin”.

Lamentable
Y al otro lado del cuadrilátero tenemos a La chica de ayer, que es auténticamente atroz. Lo sabes en el justo instante en que suena esa superflua voz-en-off (ni en la serie inglesa ni en la americana existía), y que recita con la convicción y el arte de una representación de Els Pastorets de 6º de básica. Luego empieza una música a lo Starsky & Hutch, sólo que horrenda, y vemos papel de pared hortera, y cuellazos de camisa, y... ¡Son los 70! Aunque, eso sí, puestos en escena con las peores interpretaciones del siglo XXI.
No es aquí el lugar para señalar actores culpables, ni tampoco nos corresponde a nosotros dudar del talento dramático de ninguno de los protagonistas. Ernesto Alterio (“Samuel Santos”) o Antonio Garrido (“Comisario Gallardo”) pueden haber bordado excelentes papeles en otros lugares. Pero aquí, tanto ellos como el resto del cast actúan como señores que acabasen de subir al estrado para dar una presentación en Powerpoint, y a quien en el último minuto les hubiesen pegado el cambiazo por un guión de TV. En completo shock por el diálogo que les corresponde repetir, los actores ponen todo el rato caras de ciervos paralizados delante de los faros de un camión, y no porque estén “en el pasado”. Sus expresiones acarrean la mueca de poquísimo convencimiento de alguien a quien ha tocado la desagradable tarea de defender lo indefendible, como el abogado de un criminal de guerra.

Pero no lancen el televisor por la ventana aún; hay más. Para empezar, el viaje en el tiempo de La chica de ayer no es a 1973; es a 1977. ¿Por qué? Con esto los productores evitan ambientar la serie durante el Franquismo, un contexto peliagudo que podría antagonizar a la audiencia. Es ésta una precaución absurda, pues Cuéntame ha demostrado que se puede pintar la dictadura con espíritu Walt Disney y salir ileso de ello. En cualquier caso, La chica de ayer vuelve a ser inconscientemente humorística, presentándonos a la policía de la época como un ente neutral que siente la misma inquina por los falangistas que por los hippies. Qué guasa.
En cuanto a la música... Sólo digamos que -sea por la SGAE, sea por mera torpeza- no aparece ni una sola canción española de 1977. Surrealista, considerando el título. Eso sí, Queen suenan dos veces a los cinco minutos de empezar el primer capítulo; “Bohemian rapsody”, sin que venga a cuento y sin la menor conexión acción-canción.
Al final, hay que admitir que La chica de ayer sí nos remite a otra época. Pero no es por el guión o el atrezzo, sino porque la chapuza y el mal gusto son igualitos a los de las españoladas del destape 70’s. Qué país, Dios mío.

Kiko Amat

(Artículo inédito de octubre del 2009)

4 de des. 2009

Pinchada Gijón Noviembre 2009

Los singles que pinché, sin Hungry Beat, en dos sets consecutivos en La Folixa de Gijón y en el Meeting Point de los Cines Centro, durante el Festival de Cine de Xixón. En ambas sesiones me acompañó al otro plato el inefable Miguel Lozano, old school 80's mod y viejo amigo, con otra inspirada selección de pub rock, mod revival, punk rock y algo de northern. Su set no está incluido aquí (aún). Si finalmente consigue recordar su seleción, será añadida sin falta.
Kiko Amat

JANE AIRE & THE BELVEDERES Yankee wheels

XTC Mayor of simpleton

TELEVISION PERSONALITIES A sense of belonging

JOE JACKSON The band wore blue shirts

DELTA 5 Anticipation

THE DONKEYS Don’t go

THE JASMINE MINKS Think!

HURRAH! Who’d have thought

THE BLADES The last man in Europe

THE BEAT Save it for later

THE ORCHIDS Defy the law

THE LINES Barbican

THE FLESHTONES American beat ‘84

ADAM & THE ANTS Fall in

TV21 Playing with fire

TEENBEATS If I’m gone tomorrow

THE MOMENT One, two, they fly

STARJETS Ten years

THE SPORTS Who listens to the radio

THE BUREAU Let him have it

THE DILEMMAS Buffalo Bates

DEXY’S MIDNIGHT RUNNERS Plan B

COMET GAIN Young lions devour

LONG TALL SHORTY Win or lose

THE GENTS The faker

THE HIGH NUMBERS I’m the face

THE HUSH Grey

ELS XOCS Més enllà (Milk cow blues)

THE STARFIRES I never loved her

THE UNDERTONES It’s going to happen!

THE JUNE BRIDES Sunday to saturday

FIRE ENGINES Get up and use me

THE JAM When you’re young

THE CLASH Complete control

ANGELIC UPSTARTS Never ‘ad nothing

BRIGHTON 64 Volverán

KAMENBERT Hey baby

LOS SENCILLOS Por la noche

THE DB’S Ask for Jill

THE CHORDS Maybe tomorrow

RED SLEEPING BEAUTY Stupid boy

COCKNEY REJECTS Bad man!

THESE ANIMAL MEN This is the sound of youth

THE SOFT BOYS (I want to be an) Anglepoise lamp

THE CHESTERFIELD KINGS Baby doll

THE DUMMIES When the lights are out


Barney Bubbles: Esplendor geométrico



Barney Bubbles
Revisitamos al meticuloso y obsesivo diseñador-dibujante inglés que creó las portadas de Stiff Records, Elvis Costello y otros

Érase una vez un tiempo no tan lejano en que los artistas eran artesanos. Los pintores sabían pintar, y los escritores escribían novelas, y los músicos fabricaban canciones, no ruiditos. En esa época feliz y dramática, algunos diseñadores -entonces aún un trabajo digno- eran a la vez grandes dibujantes. No se rían, caramba. Sé que parece una utopía lisérgica de William Morris, pero era así, se lo juro.
En aquellos años paradisíacos, las portadas de discos eran -como dijo Peter Saville de Factory Records- el “vehículo por excelencia de un lenguaje estético que hablaba a millones”. Sólo en el punk y post-punk estaban diseñando portadas Neville Brody para Fetish Records (y The Face), el propio Saville, Malcolm Garrett (de Buzzcocks -¡bieeen!- a Duran Duran -¡buuu!) y más. Pero ninguno de ellos hubiese hecho ná sino llega a ser por su común ídolo, Barney Bubbles. Unanse a mí, se lo ruego, en el proceso de canonización de este tipo genial.

Iniciales B.B.
El gran Barney Bubbles nació en 1942 en algún lugar de Middlesex, UK. Como todo hombre de bien, era semi-mod a mediados de los 60’s y freakie alucinado hacia el final de la década. Tío super-cool desde muy temprana edad, empezó a dar pruebas de su gusto con el primer cartel promocional de los Stones en 1963. Desde allí, su trayectoria se lee como la evolución clásica del hipster sesentero: empieza diseñando para compañías convencionales, pero al poco ya está metido en lightshows psicodélicos y burbujeantes -de ahí lo de “Bubbles”- para clubs como el UFO. Tras el arquetípico viaje a California, Bubbles vuelve hecho un hippiota y se vuelca en el ambientillo de Notting Hill, la revista OZ y, muy especialmente, Hawkwind, el famoso grupo de agresivo rock espacial y ciencia ficción. Bubbles sería durante años el artífice de su imagen: pórtadas, posters, chapas y ritual space-rock escénico. Pero lo que marcaría para siempre al artista sería su relación con la escena pub-rock (desde 1970), y con uno de los primeros sellos punk-new wave que emergería de aquel milieu seis años más tarde, Stiff Records; futuro hogar de Elvis Costello, Nick Lowe, The Damned, etc.

Para entonces, Barney Bubbles ya tenía un estilo propio. No sólo pintaba fotocopias o usaba copy-camera, sino que dibujaba, armado de Rotring y Letraset. Trabajaba en ENORME, prestando atención a cada detalle infinitesimal, y luego reducía. Su “inteligencia anárquica” (Saville dixit) y buen gusto imperial le empujaban a utilizar todo aquello de lo que era fan, haciéndolo suyo: el Art Nouveau checo de Alphonse Mucha, el contructivismo, el futurismo ruso, dada y la Bauhaus, entre muchas otras cosas. Barney Bubbles era un trabajador y fan obsesivo, más maniático que una yaya solterona y más control-freak que Serge Gainsbourg. Su capacidad de autodisciplina y auto-abstracción eran absolutas (un atributo obligado si uno pretendía hacer algo de valor en Stiff Records, donde cada cinco minutos aparecía un punk borracho por la puerta) y no era raro verle trabajar noches enteras. Su arte de portadas desde 1976 es refinado y angular, puntiagudo, a veces explosivamente colorido y a veces monocromático; simple, pegadizo y llamativo como las canciones pop de aquellos discos.

Puede decirse que Stiff hizo a Barney Bubbles como Barney Bubbles hizo a Stiff. En su primer día de trabajo, los dueños del sello Jake Riviera y Chris Robinson obligaron a su nuevo diseñador a cortarse el cabello. Desde allí, la conversión de Bubbles a la Nueva Idea sería total: “Estoy a favor del cabello corto, la anonimidad y la maquinaria”, declararía años después (Bubble nunca firmaba sus obras, por cierto). El punk rock encajaba brillantemente con Bubbles y las cosas de las que éste era fan, y el renacido diseñador (ya luciendo pelopincho mod, jerseys op-art y botas Martens) abrazaría su geometría, instantaneidad y humor con evangélico entusiasmo, resultando inseparable de él.
Aquel maníaco Bubbles se involucraría cada vez más con Stiff, llegando a dirigir las sesiones fotográficas, diseñando los anuncios, incluso en algunos casos (Costello o Ian Dury) interviniendo en la imagen de los artistas. Además de Stiff, Bubbles sería el diseñador único de Radar (el sello que formó Jake Riviera post-Stiff) y F-Beat, además de realizar constantes trabajos para el NME, el sello Chiswick, Go! Discs y Chrysalis.

Siempre se van los mejores
Barney Bubbles se suicidó el 14 de noviembre de 1983, pero sus “imágenes eternas para tiempos volátiles” (como las llamó Paul Gorman) siempre estarán entre nosotros. Si ustedes son fans de los discos pistonudos (y no son de los que “se los bajan”), puedo asegurarles que sin saberlo tendrán unas 15 portadas suyas. Está la futurista del Music for pleasure de The Damned, todas las de Elvis Costello hasta el Imperial Bedroom de 1982 (incluyendo el Armed Forces, con los elefantes en portada), todas las de Ian Dury & The Blockheads, el “Your generation” constructivista para Generation X, las de The Soft Boys para Radar, el mítico Spy vs. Spy de Billy Bragg... Barney Bubbles también dirigió clips emblemáticos (“Ghost town” para The Specials), realizó instalaciones y mobiliario, y diseñó la imagen de múltiples periódicos y libros. Una currada que sólo alguien con una radical obsesión-devoción por su arte podría haber concebido.
Kiko Amat

Reasons to be cheerful: The life and work of Barney Bubbles
Paul Gorman
Adelita Ltd.
219 págs.

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 2 de diciembre de 2009)

Pagarás, Blackway, pagarás

A todos nos gusta la justicia poética, y quien diga lo contrario, miente. Todos queremos ver cómo se le da su merecido al abusón, todos queremos ser el tipo que le planta cara pugilística al taja agresivo en el autobús. Nos encanta que se le dé su merecido al malo, quizás porque vivimos en un mundo injusto donde lo normal es que el villano se vaya de rositas. Es por eso que nos chiflan las películas y libros que culminan con una severa lección de justicia poética en el culo del rufián, y nos deprimen aquellas en que el usurero y chantajista se salen con la suya. Quizás el mundo se parezca más a Dancer in the dark que a El hombre que mató a Liberty Valance, pero yo prefiero la segunda. ¿Ustedes no?
Si están conmigo, entonces con La oreja de Murdock le aullarán a la luna y se sorprenderán dando puñetazos al aire y exclamando: ¡SI!. La novela cuenta la historia de una chica de Vermont que vive amenazada por un malo muy malo llamado Blackway (un abusaniños peligroso y grande que daña por dañar). Cuando ella va a buscar la ayuda de la ley, el abúlico sheriff del pueblo se marca un Poncio Pilatos y le recomienda llamar a Scotty, en la Sillería Dead River. Una vez allí, los cuatro gañanes de rabadilla enseñante y panza cervecera que matan las horas en el aserradero (Whizzer, Coop, Conrad y DB) le confiesan que en lugar del ausente Scotty quizás sería mejor que fuera junto a Lester Speed (un yayo estilo Edadepiedrix, solo que con bastante más mala leche) y Nate The Great (una mole de dos metros, escasas luces y mirada limpia). El libro transcurre desde allí por dos vías paralelas: por un lado, el trío maravillas marcha a buscar a Blackway, con la idea de pedirle de la manera más drástica posible que deje en paz a la chica; por el otro, los cuatro cantamañanas de la serrería ofician de coro a lo Bar de Mo, comentando la jugada a distancia y ofreciendo contexto sobre la naturaleza de los caballeros andantes.

La oreja de Murdock es, como ven, una novela de gestas. Artúricas, como admite Freeman, pero también de western: Tres acabados y un destino. El destino de Les y Nate es cantarle la caña violentamente a Blackway, y hacia esa noble meta se encamina toda la trama. Y, aunque uno de los dos tiene un pie en la tumba y el otro menos sesos que un tapir, el lector intuye (como sucedía en El Dorado) que tienen lo que hay que tener. Y ustedes se preguntarán: ¿Cobra Blackway? ¿Acaba pidiendo perdón como una mujerzuela? Mis labios están sellados, pero les aseguro que averiguarlo vale la pena.
Kiko Amat

La oreja de Murdock
Castle Freeman Jr.
Mondadori
159 págs.
Traducción de Cruz Rodríguez Juiz

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 2 de diciembre de 2009)

Rituales de resistencia pubescente


47º FICXixión El ciclo This is England explora las múltiples manifestaciones fílmicas de subcultura adolescente inglesa


Jordi Costa: ¿Dónde estás ahora, cuando tanto te necesito? Pues sin ti, que te tuteas con Todd Solondz y haces jogging con Harmony Korine, voy a la deriva en el 47º Festival Internacional de Cine de Xixón. Así me encuentro: paralizado ante la pantalla, desorbitando los ojos ante lo abultado de la oferta y dudando sobre cómo enfrentarme a los travellings morales de Jan Firrauseeki, el nuevo cineasta sordo lapón. Pero no teman, lectores. En realidad estoy aquí, ya lo imaginan, para hablar de lo de siempre: adolescentes tísicos con peinados frenopáticos, subculturas extintas y rebeldía púber en botines cubanos. Así que dibújense en la frente su mejor arqueado de cejas mientras me dispongo una vez más a comentar la resistencia mediante rituales de la tribu juvenil.

Este año, una de las secciones del festival es This is England, y está dedicada a las películas sobre subculturas inglesas de posguerra. De esas subculturas, ustedes conocerán algunas (punks, skins), otras les sonarán de oídas, como vestigios atávicos de la Edad del Bronce (mods, rockers) y otras les sonarán a chino (soulboys, casuals). Para empezar, he de jurarles que ninguna de las películas del festival es una mirada mainstream a la subcultura juvenil. No van a toparse aquí con los Hombres G disfrazados de “punkis” en Sufre mamón, no se preocupen. Las películas de ficción que trae This is England son todas miradas fidedignas e internas al tema, hechas con pasión, estilo y voluntad de tocar la fibra.


Una de las estrellas del ciclo es, sin duda, Awaydays (2008) de Pat Holden, basada en la gran novela homónima de Kevin Sampson. Awaydays se centra en los casuals, un nuevo tipo de hooligan futbolero que aparecería en Inglaterra a finales de los 70 (aunque su cenit llegaría con los torneos europeos de los 80), radicalmente distinto tanto del hincha de bufanda y bandera como de los jurásicos skins. Los casuals eran como ultraviolentos mods renacidos, sólo que sin la particular fijación musical ni la ambición creativa de estos. Como puede verse en el film, sus intereses prioritarios eran la ropa deportiva de marca y los cachiporrazos: nada importaba en su mundo excepto los trapitos galos y patear cabezas enemigas. Awaydays comparte con Quadrophenia tanto la voluntad épica al glosar el cenit de identificación grupal como la sinceridad al mostrar el desencanto ulterior, pero no carece de fallos: los toques de simplificación hollywoodiana, por ejemplo, o -de manera más irritante- las cámaras lentas a lo video de Coldplay. Con todo, Awaydays aliviará a todos aquellos que emergieron cariacontecidos del This is England de Shane Meadows: aquí hay menos realismo social a lo Ken Loach y más patoaventuras de jovenzuelos descarriados. Y más trompadas, para qué negarlo.


Jubilee (1977), de Derek Jarman, es la película artie-punk que ningún punk entendió. Todos los fans de la época tenían el póster en la habitación, pero nadie parecía ser capaz de resumir el argumento: “Es sobre una peña, uhm, nihilista y, hmm, gay, que lleva a Isabel I de gira por una Inglaterra post-nuclear y... ¡Sale Adam Ant, tío!”. Treinta años después, sigo sin entender ni jota, pero la banda sonora (con el “Right to work” de Chelsea) es magnífica.

Las tres miradas del ciclo a la subterránea comunidad afrobritánica son excepcionales. Babylon (Franco Rosso, 1980), relata las experiencias de un sound system del oeste de Londres; Pressure (Horace Ové, 1975), la radicalización de un sector de la comunidad jamaicana, basada en parte en el líder del Black Power británico en los 60’s, Michael X. Y Young Soul Rebels (Isaac Julien, 1991), aunque se resiente de una burda trama criminal, al menos narra una historia que los periodistas rockeros han tratado de rescribir desde entonces: en 1977 no toda Inglaterra se convulsionó con el punk (que era en un 95% blanco, en cualquier caso), y la juventud negra siguió, impasible, perreando con el Philly Soul y el lovers rock y gozando de su rica cultura autóctona.


Para ir acabando, quiero hablarles de lo más raro del ciclo. Bronco Bullfrog (Barney Pratt Mills, 1970) es un drama de fregadero al estilo de A taste of honey, sólo que protagonizado por suedeheads (la continuación lógica del skinhead) y bootboys. No, no me han entendido: lo eran de veras, en la vida real. Los actores formaban parte de un grupo de teatro de barrio, y en este drama obrero de desorientación adolescente se interpretan más o menos a sí mismos. No crean nada de lo que han leído en la prensa: los skins ingleses de 1970 eran así: niños dañados y confusos, herederos de una tradición destruida que trataron de retomar el orgullo robado a base de botas y discos. Y algún sopapo, por qué no.


No quisiera irme sin mencionar a la celebridad: Quadrophenia (Franc Roddam, 1979), aún lozana a los treinta -es su cumpleaños-, exhibe la misma chicha, rabia y subidón que en 1979. Da la casualidad que sus protagonistas son mods, pero podría ir de cualquier otro culto teenager. Pues esta es, simplemente, la película que mejor explora el entusiasmo y la melancolía juvenil, su extravío vital y ganas de explotar en el mundo. No importa si –como yo- la han visto un delirante número de veces. Cada vez que uno vuelve a visionarla, recuerda invariablemente cómo se sentía a los 17. Con la misma furia, impulso y corazón a prueba de bombas: inmortal, casi. Cuando se ha sido insultantemente joven una vez, la sensación no se borra; pero por si estaban a punto de olvidarlo, Quadrophenia les ayudará a recordar: Ser joven era esto.

Kiko Amat


(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 18 de noviembre del 2009)

1 de des. 2009

2/5 de Hungry Beat + Miqui O. (OFC) a la presentació de "Fut"


Aquest divendres 27 de novembre de l'any de nostre senyor 2009 en Martí Sales i els companys de edicions 1984 ens van convidar (a 2/5 parts de Hungry Beat i al Miqui Otero) a posar uns disquets a la presentació de la flamant edició en català de Fup del nostre admirat Jim Dodge. Després de que el petit Ramón Faura i el gran Ricky Gil ens delectessin amb uns quants blusos i ritmanblusos nosaltres vem posar aquestes cançons (i algunes més que no recordem):

URI AMAT (HB)

Tim Hardin- If I were a carpenter
The Pentangle- Light flight
Cat Stevens- The first cut is the deepest
Jasmine Minks- Cut me deep
Miracle Legion- The backyard
Secret Affair- Do you know
The Prisoners- Whenever I'm gone
The Soft Boys- Only the stones remain
The Undertones- It's going to happen
The Go-Go's- Tonite
The Clean- Beatnik
Camper Van Beethoven- Ice cream every day
The Nomads- The way you touch my hand
The Long Ryders- And she rides
The Mice- Little Rage
The Who- Circles
Angst- Mind average
Sex Clark Five- Modern fix
Orange Juice- Moscow
The Lines- Background
Pylon- Gyrate
New Order- Love vigilantes
The Cleaners From Venus- Julie Profumo
The Optic Nerve- Ain't that a man
Los Iberos- Hiding behind my smile
The Creation- How does it feel to feel
The Left Banke- Walk away Renee

JORDI GELI a.k.a. DJ "Castanyazo" (HB)

-Marcia Griffiths "Feel Like Jumping"
-Johnny Osbourne "He Who Keepeth His Mouth"
-Wailers "One Love"
-Freddy King "Now, I´ve Got A Woman"
-Ray Charles "I don´t need no doctor"
-Millie Jackson "Breakaway"
-Jackie Mittoo "Juice Box"
-Floo Flash "N´importe quoi"
-Die Toten Hosen "Jürgen Englers Party"

Miqui O. (OFC)

- The Politicians: Psycha-Soula-Funkadelic
- Jordi Soler: Hi ha gent.
- The Seaders: For Your Information.
- The Harvey Averne Dozen: Make Out.
- D'Angelo: Eu Também Quero Mocotó.
- Manny Corchado: Pow Wow.
- Peret: Ta Ca Traá.
- Ennio Morricone: Guerra e Pace, Pollo e Pace.
- Esclarecidos: Tucán.
- Mark Beer: The Man Man Man.
- The Fleshtones: Hexbreaker.
- The JAzz Butcher: Lot 49.
- Sel Naylor: One Fine Day.
- The 5 Torquays: Boys are Boys.
- The Fall: Containers Drivers.
- The House of Love: Pink Frost.
- The dBs: She's Got Soul.
- Millie: My Boy Lollipop.

¡Pioneros! #7: Peter Zaremba


¿En qué momento de tu vida has sido más feliz?
De niño, pero también lo he pasado en grande tocando con el grupo. Aunque esto es más éxtasis que felicidad. También me gusta estar en casa con mi familia, y viajar con ellos a sitios interesantes.

¿Cuál es tu mayor temor?
LA MUERTE, por supuesto, aunque parece que me guste desafiarla.

¿Cuál es tu primer recuerdo?
Yacer en mi cuna de noche con mi madre dándome el biberón, pero seguro que si me pusiera a ello incluso podría recordar momentos anteriores. También recuerdo vivamente escuchar en la radio familiar a Elvis y los inicios del rock and roll.

¿A qué persona (viva) admiras más y por qué?
¡Una pregunta difícil! Pero el “(viva)” reduce bastante las opciones. ¿Qué tal Jeff Connolly (de los Lyres) por su talento espectacular y la inspiración que su música nos ha proporcionado?

¿Cuál es el rasgo que menos te gusta de ti mismo?
La incisión, por supuesto.

¿Cuál es el rasgo que menos suele gustarte de los demás?
El obstruccionismo y la necesidad de hacer pasar por propios los logros ajenos.

¿Dónde te gustaría vivir?
Me gusta donde vivo ahora, en Greenpoint, Brooklyn, pero me apasiona viajar y sentirme como si “viviera” por un día en todos los sitiios que visito. Diría España, pero vuestro país ya está suficientemente sobrepoblado por rocanroleros americanos.

¿En qué época histórica te gustaría haber vivido?
Me hubiese encantado que me preguntaras esto a los 12, cuando aún fantaseaba con estas cosas. Hoy por hoy, todas las épocas me parecen escalofriantes. Quiero decir, ¿Los romanos? ¿La peste negra? ¿La Segunda Guerra Mundial? Pero si tuviera que revivir una época de MI vida, iría al momento en que pude aprender a tocar la guitarra cuando tenía 10 o 12 años. Aunque, claro, ¡entonces volvería a tener 12 años y decidiría NO aprender a tocar!

¿Cuál sería tu superpoder?
La habilidad de hacer dinero.

¿Qué te deprime?
No tener esa habilidad. Y la sensación de que mi grupo ha sido borrado de la historia del rock and roll.

¿Has estado alguna vez en una pelea?
¿Profesionalmente? No. Me peleaba con mi mujer continuamente, pero ya no. Una vez tuve una agarrada con el abusón de mi bloque, cuando yo tenía 9 años. Gané (a lo grande), pero en general y desde entonces soy un gallinita, y trato de evitar las peleas. Nadie sabe lo que puede suceder en una y, por añadidura, como todos los cantantes solistas busco ser querido.

¿Matarías?
¡SI, pero no soy tan estúpido como para decir a quién!

¿Quién haría de ti en el biopic de tu vida?
Sean Connery. Si él no está disponible, Brad Pitt o Michael Chandler, aunque se está haciendo demasiado viejo. Quien seguro que no haría de mi sería Manfred Jones, aunque me copia los gestos desde hace años, ni Michael Moore.

Haznos una lista de tus (4 o 5) libros favoritos.
Buh, libros... Vale:
Epitafio de un pequeño ganador, Machado de Assis
Cry revenge, Donald Goines
Un espejo lejano, Barbara Tuchman
Final del juego, Julio Cortázar
Los diarios del ron, Hunter S. Thompson

Si es posible, Haznos una lista de tus (4 o 5) discos/canciones favoritos.
Ja, ja, aquí es donde la mayoría de la gente se pega el farol y escoge un montón de cosas esotéricas, pero yo jugaré limpio y seleccionaré los discos que escuchaba cuando era un teenager en periodo de formación.
Five live Yardbirds (LP)
Spokes of Africa (LP)
Bummer road (LP ) Sonnyboy Williamson
Face to Face (LP) The Kinks
Meet the Beatles (LP)

Haznos una lista de tus (4 o 5) películas favoritas.
Esta si que es difícil. Veo mucho cine. Pero lo intentaré:
Dr. No La dolce vita
The criminal life of Archibaldo de la Cruz (A life in crime)
The march of the wooden soldiers (Babes in Toyland)
The good, the bad and the ugly
¡Aunque, por supuesto, deberías haberme preguntado por mis 100 películas favoritas (y por qué)!

¿Tienes unos zapatos favoritos?
Desgraciadamente ahora mismo no. Me inclino por los zapatos que no sean demasiado puntiagudos ni demasiado redondeados de puntera. Gordon Spaeth y yo hemos discutido mucho sobre este tema. Había una estupenda tienda polaca llamada Karpaty en el East Village, antes de que este se hippificara al 100%, pero de esto hace siglos, eran los principios de CBGB y Max’s. Tu pregunta me recuerda que debería ahorrar y comprarme unos zapatos nuevos, especialmente si voy a España. No olvides que los zapatos hacen al hombre...

¿Cuál es tu olor favorito?
Vainilla. Es el mejor olor, ¿verdad?

¿Y tu comida?
Esto sí que es duro, todos los que me conocen saben lo que me gusta comer y hablar de ello. Puesto que esto es una entrevista española, pienso en manjares españoles como un potente pisto manchego (y limpiar el plato con un pedazo de pan), o una fuente de percebes, cangrejos y otros mariscos del norte. La cocina americana también es maravillosa, especialmente hacia el sur, gracias a la influencia de la cocina criolla importada del Caribe: un plato de berzas estofadas con arroz, por ejemplo. Pero creo que no tenemos espacio suficiente para hablar más de esto. Quizás deberías hacerme una entrevista exclusivamente culinaria.

¿Y tu bebida?
O ron o champán. ¡Dos extremos!

¿Cómo te defines políticamente?
A lo largo de 36 años he evitado mezclar música con política porque me interesa más lo que nos une. ¿Suena eso raro? No lo es, os lo aseguro. La mayoría de la gente que habla de política en su música lo hace de forma deshonesta o con la intención de enriquecerse. Sólo tienes que echar a un vistazo a los Clash y todo el rollo fraudulento que se traían entre manos. El rebautizado “Joe Strummer”, hijo de un diplomático, con todo su postureo supuestamente obrero. Yo sí soy hijo de un camionero, y me enorgullezco de él y de mi bagaje. En cualquier caso, prefiero no ver cómo se usa la política para discriminar a la gente por sus creencias. Especialmente si esa gente soy yo.

¿Qué es lo que menos te gusta de tu aspecto?
Mi cabello canoso (¡qué puedo hacer! He pasado una vida larga y productiva en el rock and roll) y mis kilos de más (sobre esto SI que podría hacer algo, francamente).

¿Cuál es tu placer culpable?
¡No pienso contártelo!

¿Qué les debes a tus padres?
Mi vida y mucho más, a pesar de que cuando era un jovenzuelo listillo e impertinente y me rebelé contra ellos y contra todo (incluyendo la realidad), me permitieron perseguir lo que me dictaba el corazón y matricularme en una escuela de arte, escuchar rock and roll impío y encontrar mi propio camino. Y eso mientras ellos trabajaban turnos de noche en horrorosos empleos manuales. Bastante decente por su parte.

¿A quien invitarías a tu fiesta ideal?
¡A todo el mundo! Un momento, eso es mentira, ¿no? Pero hace que parezca un tío enrollado, como Robin Williams. Habitualmente, conocer a la gente que admiras es una terrible desilusión. Lo que tendría que pensar es quién es divertido de invitado en una fiesta. Como los Fleshtones.

¿Qué palabras o muletillas usas más a menudo?
Tendría que consultarlo, aunque sospecho que me repito constantemente. ¿Por qué no se lo preguntas a Keith Streng?

Si pudieses cambiar tu pasado, ¿Qué cambiarías?
Esto es un poco personal, pero bueno. Odio tener que admitirlo, pero una vez, cuando mi hijo era muy pequeño (un bebé, casi) lanzó un cacho de madera que me dió de lleno en la cara. Yo perdí los nervios y empecé a gritarle. Aunque vi que le estaba aterrorizando, no podía contenerme. Así que si pudieses otorgarme algo de ese poder editorial, cortaría esta parte. Al no ser así, tengo que vivir con ello. También cambiaría -de forma menos importante- otra ocasión en la que pasé una velada con Andy Warhol y compañía (Bianca, Truman, toda la camarilla) en Studio 54. Al final de la noche, Warhol preguntó si queríamos ir al estudio para que nos fotografiara. A mí me olió mal y dije “no”. Quizás debería cambiar eso por un “sí”.

¿Cuando fue la última vez que lloraste, y por qué?
El año pasado, cuando abrieron una nueva y flamante tienda de juguetes en mi barrio, justo antes de Navidad. Los negocios que se van al garete siempre me deprimen (esto ha sido así desde que era un niño), y yo sabía que esa tienda iba a ser un fracaso. Pensé en mi hijo, que unos meses antes me había dicho que su sueño dorado era pasarse la vida en jugueterías, pero que ahora era demasiado mayor como para interesarse en ésta. Intenté explicarle esto a mi mujer, y terminé llorando. Ella, obviamente, me ordenó parar.

¿Cómo te relajas?
Bebiendo.

¿Has estado alguna vez a punto de morir?
En el escenario, más de una vez. Fuera de él, una vez estuve en un accidente de metro donde murieron aplastadas varias personas, en el vagón de al lado. Y en otra ocasión me caí a las vías justo cuando entraba un metro a la estación. Y en otra más, un maníaco empezó a pegar tiros a pocos centímetros de mí en un restaurante (falló, por alguna razón) para después salir a la calle y cargarse a tres personas antes de ser abatido por la policía. Y en otra, tomé demasiados Quaaludes y me quedé medio en coma, aunque podía escuchar a la gente preguntándose si la había diñado. En fin, hacerse mayor es una perpetua sucesión de sucesos en los que no mueres.

¿Qué consideras tu mayor logro?
The Fleshtones, ¿tú no?

¿Qué te hace dormir mal?
El speed; antes me encantaba. ¿Qué más? Cuando vivía en el East Village, me impedían dormir los universitarios ruidosos que salían de Sophie’s Bar en E5th Street: una chica siempre empezaba a chillar, y otro siempre rompía una botella; típico comportamiento de estudiantes borrachos-fuera-de-su-ciudad-por-primera-vez. Hoy en día suelen ser las facturas y los ocasionales ataques de angustia y miedo a la muerte (¡Aunque al menos estos terminan, no como las facturas!).

¿Qué canción o canciones te gustaría que sonaran en tu funeral?
Bill y yo hemos discutido esto en innumerables ocasiones. La mía sería “Who’s sorry now?”.

¿Dónde te gustaría estar ahora mismo?
Me remito a la pregunta de antes. Llega un momento en que estás contento de estar donde estás, como Napoleón. Dicho esto, hay muchos sitios en los que no he estado y que me encantaría visitar (y tocar en ellos, que es una excelente manera de ver mundo). Como Japón, nunca hemos tocado allí, Brasil o Argentina. Jamaica es muy hermosa (no haría falta que tocáramos), especialmente Golden Eye, que es donde Ian Flaming escribió los libros de James Bond. Un sitio precioso...

¿Cuál es tu posesión más preciada?
Mi salud y la de familia. Va en serio. Llega un punto en que las posesiones materiales significan muy poco. Pero antes de que pienses que soy algun tipo de Zen farsante, supongo que diría: mi casa. Pero ¿colecciones de discos? ¿Coches? Ni en broma.

¿Cómo te describirías a ti mismo?
Un tío divertido, supongo que razonablemente apuesto e inteligente. Aunque cuando pienso en todo lo que no sé (en días que estaba asumiendo que lo sabía todo) me invade la vergüenza.

¿Cómo te gustaría ser recordado?
Un tío guay que hacía feliz a la gente a base de rock’n’roll.

(Peter Zaremba ha sido durante más de treinta años el frontman y co-líder de uno de los grupos más sublimes de la historia del rock'n'roll: The Fleshtones. Todo aquel que les conozca sabe que el grupo simboliza todo lo que es hermoso de este asunto: la dedicación, la dignidad, el entusiasmo, los discos estupendos, el baile y la convicción ferrea pese a las mareas en contra. Zaremba es, además, un hombre ilustrado con excelente sentido del humor (y filmoteca), enciclopedia rockandroller, inventivo y sincopado bailarín de inconfundible estilo (¿Cómo? ¿Que nunca han bailado El Zaremba?) y entrañable sabio raconteur. Y ese flequillo envidiable que luce, a su edad... Uno de los grandes héroes de La Escuela Moderna desde siempre. Sus respuestas, como siempre, son exclusivas para nosotros.)